Saltar al contenido

Déjame que te cuente

señora maestra aprendiz vida

Déjame que te cuente que hace casi veinte años tuve la suerte de conocer a una mujer de 98 años que se llamaba Rosario y vivía en una residencia de Madrid.

Por aquel entonces yo tenía 18 años y estaba desarrollando mi período de prácticas en ese centro, intentando encontrar mi camino laboral y mi futuro más inmediato.

Rosario era una señora presumida, de tez ruda y con mucho carácter, pero sobre todo era una mujer culta, muy culta.

Escuchar sus vivencias era como abrir un libro cargado de emoción y razón a partes iguales.

Ella siempre me decía: “Eres muy joven. No tengas prisa. Estudia. Sé libre. Y si decides casarte, primero hazlo con tu independencia”.

Por cuestiones de edad había perdido prácticamente toda la visión y, como consecuencia, había tenido que abandonar su principal pasión: la lectura.

Quizá porque yo no pude disfrutar de mis abuelas y ella saciaba esa sed, o quizá porque ella encontraba en mí la vida que le hubiera gustado vivir, fuimos generando un vínculo que traspasaba los roles de paciente – profesional. Acordamos compartir juntas dos tardes en semana en las que yo le leería los libros que ella quisiera, en voz alta, para poder recuperar esos espacios que tanto echaba de menos.

Cuando terminamos el primer libro (“Déjame que te cuente”, de Jorge Bucay) me explicó que su refugio siempre había sido la lectura. Leer le había permitido vivir en primera persona diferentes vidas que ella nunca pudo elegir: no pudo estudiar. No pudo elegir a su marido. No pudo decidir el número de hijos que quiso tener. Ni pudo si quiera plantearse la posibilidad de trabajar fuera de su casa. Su casa era su lugar de trabajo. Dedicarse al cuidado y servicio de su marido e hijos fue su única ocupación. Vivió desde los 17 años una vida que no había elegido libremente, una vida que no deseaba pero que, resignada y convencida por cuestiones culturales de la época, entendió que debía mantener y sostener.

Los libros fueron los únicos compañeros de viaje que le habían abierto la puerta a soñar con una vida cargada de valor en el más amplio sentido de la palabra; a veces era una mujer empresaria que reflotaba una entidad hundida por una crisis, otras veces se convertía en una equilibrista que viajaba con su compañía de circo por todos los rincones del planeta, y, de vez en cuando, se convertía en la protagonista de un amor imposible.

Como podéis imaginar Rosario ya no está, se fue al poco tiempo de terminar mis prácticas, pero siempre que abro un libro me acuerdo de ella, del valor que le daba a esas historias escritas por manos ajenas y desconocidas que le permitían volar hacia lugares que en su vida real eran inalcanzables, y, especialmente, del valor que para ella tenía la posibilidad de acceder a la educación. Posibilidad que ella no tuvo. La escuela y la Universidad eran paraísos que hacían sueños realidad. Para ella la educación era la llave para abrir la puerta de la libertad individual, de la oportunidad para decidir el camino de cada persona, al fin y al cabo, la posibilidad de que cada quién se convierta en el personaje que escribe su propia aventura.